La impotencia del derecho frente a la prevalencia del poder

La impotencia del derecho frente a la prevalencia del poder

Si hay algo que la crisis ucraniana ha vuelto a poner en evidencia, esto es, sin dudas, la debilidad y las carencias del derecho internacional y las instituciones internacionales frente al imperio de la fuerza. Con solo observar el inmovilismo y la lentitud con los que la Organización de Naciones Unidas (ONU) ha reaccionado ante la violación de principios fundamentales del derecho internacional, es suficiente para dar cuenta de esta situación.

Con razón, usted podría haberse preguntado por qué la ONU no hace nada frente a una guerra que ya ha costado la vida de miles de civiles y la salida de millones de refugiados. O bien, para qué está Naciones Unidas si no puede cumplir con su mandato fundacional, esto es, el mantenimiento de la paz y la seguridad internacional.

En realidad, desde que la crisis se inició, tanto el Consejo de Seguridad como la Asamblea General han emitido resoluciones condenando el accionar de Rusia en Ucrania. Sin embargo, dado el derecho de veto con el que ésta cuenta en el seno del órgano decisorio, como el carácter no vinculante de las resoluciones del pleno, ambos actos unilaterales han quedado en simples intenciones o expresiones de deseo, sin efectos concretos en la práctica.

Lo que sí pudo concretarse fue la suspensión de Rusia del Consejo de Derechos Humanos después de una votación muy reñida en la Asamblea General.

No obstante, tuvieron que pasar ¡casi dos meses! para que su secretario general, Antonio Guterres, asuma el rol político que la Carta de San Francisco le confiere, y solicite una reunión con Putin y Zelensky para proponer y encontrar una salida negociada a la crisis.

Ante estas circunstancias, no hay dudas que estamos frente a una situación que, como mínimo, es preocupante y desconcertante. Y no es la primera vez que sucede. Hoy se hace evidente frente al avance ruso. Pero anteriormente la parálisis lo fue también frente a las aventuras militares de EE.UU.

Pero para poder entender por qué el derecho internacional no logra siempre imponerse y hacerse respetar por los principales actores internacionales, es necesario tener presente y recordar algunos aspectos que hacen a la naturaleza del orden internacional.

Para empezar, hay que tener en cuenta que son las relaciones de fuerza las que principalmente rigen y guían las relaciones internacionales. Si existe un ámbito donde la lógica del poder se impone sobre la lógica del derecho, ese es el ámbito internacional.

Y esto es así porque, a diferencia de la estructura interna de un Estado, la estructura del sistema internacional se rige por un principio anárquico, donde el Estado no acepta ninguna autoridad por encima de la suya. Así, los Estados son juez y parte a la vez, ante la ausencia de un poder policial y/o judicial – tal cual lo conocemos – que persiga y sancione las violaciones a las normas por parte de éstos. En estas condiciones, es el poder el que termina primando y son los poderosos los que terminan imponiendo las reglas de juego.

Ahora bien… ¿significa esto que nada se pueda hacer y que el destino de quienes no detentan ese poder, esté determinado? ¡En absoluto! Porque desde que se creó la Organización de las Naciones Unidas, ésta se ha convertido en la gran bisagra histórica a partir de la cual un modelo institucional busca hacerse lugar frente al tradicional modelo relacional donde predomina la lógica de los poderosos.

Así, a partir de 1945, hemos visto proliferar una gran cantidad y diversidad de instituciones, normas imperativas y principios internacionales que buscan, de alguna manera, poner un límite al poder del Estado y regular sus relaciones, además de reconocer y atender la desigualdad fáctica que existe entre las diferentes unidades políticas soberanas.

Sin embargo, es importante tener en cuenta que, en esa lucha entre el poder y el derecho, no hay una lógica que se imponga determinantemente sobre la otra, sino que, por el contrario, coexisten: a todo retroceso, siempre le sucede un avance y a todo avance siempre le sucede un retroceso.

Incluso, así como el modelo institucional se hace un lugar frente al modelo relacional, éste último también busca prevalecer por sobre y al interior de aquel. Esto último explica por qué si bien Naciones Unidas es la máxima expresión de ese modelo institucional, desde sus inicios, se ha encontrado condicionada por la naturaleza política de algunos de sus órganos principales y las lógicas de poder que residen y actúan en su interior.

Así puede entenderse que a pesar de haber transcurrido más de ¾ de siglo, la conformación del Consejo de Seguridad aun responda a las relaciones de fuerza que prevalecieron al final de la 2° Guerra Mundial; o que sólo un club selecto (los 5 miembros permanentes) tenga en su poder la capacidad de veto, es decir, la posibilidad de vetar todo aquello que sea perjudicial a sus intereses políticos; o bien que cualquier proyecto de reforma de la Carta de Naciones Unidas sólo sea posible con el aval de las cinco potencias “guardianes” de la paz y la seguridad internacional.

Ante este sombrío panorama, en lugar de contribuir y profundizar el debilitamiento de este modelo institucional, los Estados periféricos deberíamos coadyuvar a su fortalecimiento, aprovechando los contextos internacionales de permisividad para llevar a cabo las reformas necesarias que permitan construir un orden internacional más justo y equitativo.

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